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Capítulo 3: Identidad perdida
Dohko entró al despacho con sigilo y se sentó del otro lado del escritorio, donde Shion dedicaba su completa atención al montón de papeles frente a él. No comprendía que tanto trabajo podría tener su amigo después de todos esos años de ausencia. Pero lo cierto era que Shion había encontrado más que suficiente para mantenerse ocupado y, ya de paso, alejarse de sus problemas.
Jugueteó con un bolígrafo por un ratito, sin apartar los ojos del lemuriano, inspeccionando cada movimiento. Lo vio leer una y otra vez las pocas líneas de una hoja amarillenta. Garabateó un par de palabras en una hoja en blanco y también humedeció sus labios con un diminuto sorbo de té caliente. En ningún momento lo vio levantar la vista para encararle, sino que su completa atención permanecía en los papeles regados sobre su mesa de trabajo. Incluso, después de carraspear un par de veces, Shion le ignoró. Entonces no supo si sentirse ofendido o admirar la capacidad de concentración de su viejo amigo.
—Más vale que los secretos del universo estén escritos en ese montón de hojas, o me sentiré terriblemente desilusionado de que ser menos importante que un par de facturas. –se atrevió a hablar tras varios minutos de no ser nada más que otro mueble en aquel lugar.
—Ares jamás puso un pie en este lugar en años y Gigas siempre fue un pésimo administrador.
—Lo comprendo perfectamente, pero, ¿es realmente necesario poner al día las finanzas de hace diez años? –El chino soltó el boli y se acomodó en su silla. Una sonrisilla a medias se dibujó en sus labios.— Hay cosas más importantes, mi amigo. ¿Has hablado con Arles?
—Todos los días.
—Oh, vamos. Sabes a que me refiero. –Dohko cubrió con la mano los papeles de Shion, impidiéndole continuar con su lectura. Sus ojos se encontraron por primera vez.— Sus informantes le han dicho que las cosas no van muy bien en las Doce Casas y, si te soy sincero, se necesitaría ser más que ciego para no notarlo. Los chicos requieren de tu presencia.
Shion abandonó por un segundo sus números e, imitando a Dohko se recostó en su silla. Entrelazó los dedos de sus manos mientras pensaba con detenimiento en las palabras del chino. Su semblante, usualmente sereno, se frunció ligeramente hasta que, por fin, los lunares de su rostro se elevaron.
—No sé como acercarme a ellos. Debería estar a su lado, pero… —Movió suavemente la cabeza en un movimiento negativo.— ¿Cómo les miro a los ojos sabiendo que les he fallado?
—Ambos les hemos fallado; yo quizá más que tú. Pero sabes que no podemos escondernos para siempre, ¿cierto? Si continuamos aquí, encerrados y fingiendo que las cosas están mejor, no estaremos haciendo nada diferente de lo que hicimos hace catorce años. Nos necesitan ahora, tanto como entonces. Te necesitan. Eres su padre, Shion. Podrás no ser perfecto, pero siempre vas a tenerles un cariño que supera al de cualquiera. Eso, y mucha paciencia, es lo único que puede ayudarlos.
Los ojos de Dohko parecieron penetrar en su alma y descubrir cada sentimiento oculto en ella. Habían pasado doscientos años separados por miles de kilómetros, pero en el fondo era como si nunca se hubieran alejado. Todavía reconocían cada emoción y cada pensamiento del otro, sin importar cuanto intentaran esconderlos.
Por esa misma razón, Shion sabía que no tenía caso negar ninguna de las aseveraciones del santo de Libra. Sus niños seguirían siéndolo hasta el final de sus días. Cada sufrimiento suyo era también de él, y cada derrota caía sobre sus hombros con tanta fuerza como sobre los de ellos. Habría dado todo para resarcir el daño que había hecho. Sin embargo, nada podía cambiar con solo desearlo… al menos el pasado, siempre estaría ahí. El futuro era algo diferente, algo que estaba aún por escribirse. Dohko estaba en lo cierto: No había tenido la oportunidad de acompañarlos durante muchos años, pero su diosa le había obsequiado el privilegio de mirar al futuro junto con los ojos de ellos. Era el momento de aprovechar esa enorme bendición.
—No me gustaría que sintieran que los presiono. –admitió casi con timidez.— Me encantaría acercarme. Sin embargo, no sé como conseguirlo sin que sientan mi presencia como una invasión.
Dohko le sonrió, el primer paso estaba dado. Quizás había compartido más tiempo con ellos, pero de ninguna manera el viejo maestro se consideraría a si mismo un líder, amigo o padre para esos chicos. Si algo, había sido el extraño que contempló todo desde lejos y que los forzó a tomar las decisiones más difíciles de sus cortas vidas en soledad. No era a él a quien necesitaban.
—Creo que sé como ayudarte. –le dijo tras unos instantes de reflexión. Del mismo modo en que Shion intentaba reivindicar el daño hecho, aquella era la contribución de Dohko.— Arles me comentó que las armaduras doradas salieron terriblemente dañadas durante la batalla contra Hades. Tengo entendido que aún se necesitaba trabajar con ellas. Probablemente sea buena idea que consideraras que debes echarles un ojo. Es un modo perfecto de acercarte.
—¿Te parece que vayan a creerse eso?
—Pues… —Dohko se incorporó, sentándose al borde de su silla de nuevo y retomó el juego que traía con el bolígrafo.— No, no creo. Pero al menos te dará el pretexto para acercarte. –“Y también un motivo para que el rechazó no sea una bofetada en pleno rostro.”
Si los muchachos se rehusaban a verlo, al menos no tendría que salir huyendo de los templos, como un ratón asustadizo. No tenía que ser tan humillante, aunque sería igual de doloroso.
—No suena del todo mal. –La mirada rosácea del lemuriano se agachó por una fracción de segundo, hacia sus dedos que se entrelazaban, nerviosos.— Sin embargo, he de abusar de tu buena fe y pedirte un favor más.
—El que quieras.
—Ven conmigo.
—Shion… —El chino sabía que, si Shion era visto con ojos de culpabilidad por cualquiera de sus discípulos, el peso de la culpa era todavía mayor para él.
—Por favor.
—No estoy seguro de que sea lo adecuado. –Negó. A pesar de que ardía en deseos de acompañarlo, temía porque su presencia empeorara el recibiendo hacia su amigo
Tal como Dohko fue capaz de mirar a su interior a través de sus ojos, el lemuriano pudo leerlo a él. Compartían los mismos miedos, las mismas esperanzas y las mismas intenciones. Sino se apoyaban entre ellos, ¿quién lo haría?
—Creo que sería una gran idea que vinieras. Sé que te preocupas tanto como yo, aunque ellos no lo noten.
—Oh, Shion. –Volvió a negar. El movimiento del bolígrafo en sus manos delató su nerviosismo creciente.
—Los subestimas si crees que no son capaces de perdonarte.
—¿Qué? No, no. No es nada de eso. Sé que pueden hacerlo… y que algún día lo harán. –respondió. Al igual que la mirada de Shion unos segundos antes, la de Dohko se escondió en esta ocasión.
—¿Entonces?
—Es que… no estoy seguro de merecerlo. –susurró.
Habían vivido tantas cosas, tantas pesadillas, sin que él se dignara a ayudarles, que no les culpaba si jamás eran capaces de encontrar en su corazón el perdón que necesitaba. Lo harían, tal como Shion lo dijo. Pero era un regalo tan grande, que Dohko no se sentía merecedor de él.
—Me pediste que me diera una oportunidad. –Shion le miró fijamente en busca de una reacción.— Yo te pido lo mismo a ti. Perdónate, para que ellos puedan perdonarte.
Entonces, el castaño levantó la mirada y confrontó al Patriarca. Sonrió, con dolor. Un profundo remordimiento habitaría siempre en un rincón de su corazón. Ni siquiera el tiempo que durase una nueva vida podría borrárselo. Sin embargo, era un buen recordatorio. Jamás, en lo que restaba de los años que Athena le habían obsequiado, olvidaría que esos chicos eran sus hermanos pequeños y que habría de velar por ellos hasta donde las fuerzas se lo permitiesen.
—X—
—Terminamos. –Nikos vio de soslayo a Capella, que estiraba sus músculos cual gato perezoso, y asintió lentamente, dándole la razón.— ¡Creí que no lo lograríamos nunca!
—Ya lo creo. –El moreno dejó caer el viejo tablón que cargaba sobre el montón ordenado que formaban los demás. Se sacudió el polvo de las manos, y se secó el sudor que bañaba su rostro.— Hace un calor horrible…
—¡Ah! El siempre agradable verano griego…
Nikos esbozó una sonrisa tímida, y siguió a su compañero en busca de un poco de sombra. Cada día, desde que había despertado, habían repetido el mismo ritual: descubriendo con alegría como una cosa tan sencilla y simple como aquella, resultaba en extremo relajante. El pilón nacía a los pies de una de aquellas paredes rocosas que poblaban cada rincón del Santuario. Al agua fluía a través del caño ininterrumpidamente, y el frescor que otorgaba la humedad y la sombra del tejadillo, convertía a aquel pequeño rincón en un paraíso en las horas de más calor.
Observó detenidamente como Capella se lavó las manos y se refrescó el rostro.
Desde que había despertado, se había forzado a si mismo a mantenerse ocupado y hacerse un hueco en aquel nuevo Santuario que no lograba reconocer. Al principio le había resultado extraño pues, de alguna manera, esperaba que cada silueta que le daba la espalda volteara, luciendo el rostro de alguno de sus viejos conocidos. Por ello agradecía la presencia, siempre vigilante, de Tatiana en la lejanía. Ella le recordaba que aún había partes de su vida pasada que existían.
Veía fantasmas allá donde no los había y, sin embargo, no le había ido tan mal.
Rápidamente se había acostumbrado a las nuevas compañías. Capella, Dante, Moses, Argol… Juntos se habían puesto a trabajar, con la única intención de terminar de arreglar el caos en que se había sumido el Santuario durante la guerra. Nunca antes había visto cooperar a todo el mundo de esa manera, o a casi todo el mundo: ver a los Santos Dorados había resultado una misión prácticamente imposible. Las caras habían dejado de resultar desconocidas, incluso se atrevía a compartir risas y bromas con aquellos nuevos compañeros. Fácilmente les doblaba la edad a la mayoría… pero tampoco era un gran problema. Él tenía su edad al morir… No había crecido, no había madurado. Su evolución se había detenido.
Normalmente prefería guardar silencio y escuchar. Su vida tenía demasiados huecos en blanco, y otros un tanto más oscuros, que no sabía muy bien como explicar. Todo se había detenido para él mucho tiempo atrás y, sin duda, era quien más estaba fuera de lugar… a pesar de las diferentes, y a la vez iguales, terribles historias que cada cual cargaba a sus espaldas.
Su presencia allí había levantado tanta curiosidad, como ellos le provocaban a él. Imaginaba que, al mirarlo, veían a un santo de otra era, que pertenecía a la generación de sus maestros… Muchos de aquellos chicos habían sido los aprendices de sus compañeros de juegos. ¡Era difícil de imaginar!
Se encontró negando lentamente con el rostro ante sus propios pensamientos, en un intento vano por alejarlos de él. Sumergió la cabeza bajo el chorro de agua fría, y cuando la sacó, agitó la corta melena negra agradeciendo el frescor que le provocaban las miles de gotitas que descendían por su espalda.
—¿Retomarás pronto los entrenamientos?
—No lo sé. –Se encogió de hombros ante la pregunta de Capella.— Imagino que ahora que los demás trabajos han terminado, podamos encargarnos de eso e intentarlo. ¿Tú?
—Había pensado acercarme más tarde al coliseo. Estoy seguro que Dante y Argol estarán allí. Podrías acompañarme si…
Y de pronto, la voz del santo de Auriga se perdió. Capella alzó una ceja con sorpresa, mientras su mirada permanecía fija en algo, o alguien, a espaldas de Nikos. El moreno ladeó el rostro, desconcertado y, antes de preguntar nada, se dio la vuelta para descubrir que era aquello que el pelirrojo veía con tanto interés.
Se quedó tan callado como el otro. Solamente que, en su caso, el motivo era uno bien distinto. Keitaro estaba allí, vivo, en pie, observándolo con seriedad y con una expresión lastimera en el rostro que él no recordaba haber visto jamás. Nikos entreabrió los labios, sin tener la menor idea de que debía decir, si es que debía decir algo. Súbitamente, sus músculos se tensaron, y un nudo se formó en su garganta. Tragó saliva y frunció el ceño.
—Te veré después en el coliseo, si te apetece. –dijo Capella mirando de uno a otro, con una sonrisa que delataba lo curiosa, sino divertida, que le resultaba la situación. No conocía a Cruz del Sur en persona, pero lo había visto fugazmente horas atrás y, obviamente, había oído la historia tras él y Nikos. No hacía falta mencionar el interés que había despertado, y la curiosidad que la desconocida amazona de Caelum había originado.
El de Orión asintió, casi con torpeza, pero con visible desgana. Observó como Capella le daba la espalda y se alejaba. De pronto, deseó que no se marchara, que se quedara y le librará de aquel encuentro que no deseaba tener. Al menos no en aquel momento: no creía estar preparado para enfrentarlo.
—Te ves bien. –murmuró Keitaro, con las manos en los bolsillos.
—Si… —La mirada gris de su viejo amigo no se despegaba de él. Aún cuando se esforzaba en ver a otra parte, centrando su atención en cualquier cosa, sus ojos volvían a toparse con los suyos una y otra vez. Se apartó un mechón de la melena que caía por su rostro, suspiró, y se dejó caer con pesadez en uno de los bancos.
—Apenas desperté anoche.
Cruz del Sur hizo acopió de fuerzas, y continuó hablando, a pesar de que no le pasaba desapercibida la contrariedad que embargaba a Nikos. Recortó la distancia que los separaba, y se sentó a su lado. Para él, aquello distaba mucho de ser fácil. Desde que había abierto los ojos, lo único en que había logrado pensar era en aquellos últimos momentos vividos. En la tonta rabia que lo había consumido, arrastrándole hasta un punto de no retorno. Casi podía sentir el mismo dolor que sufrió a manos de Naia, el mismo que le arrancó la vida y que ahora continuaba quitándole el aliento. Sin embargo, él también tenía una conciencia, y lo peor de todo no era aquello. Era lo que había provocado.
—Lo siento mucho. –espetó sin previo aviso. A su lado, Nikos se revolvió, y no tardó en sentir su mirada violeta sobre él. Mantuvo la vista fija en el suelo, agradeciendo que su melena rubia ocultara en parte la turbación de su rostro y se lo pusiera más fácil.— Recuerdo cada segundo de lo que paso a la perfección… como si hubiera sucedido hace unos pocos minutos. Y se que tienes todo el derecho del mundo a odiarme. Pero lo siento, y necesito decírtelo.
Nikos lo escuchó sin apenas moverse. Le había resultado imposible desviar la mirada de él desde que había despegado los labios, y ahora, no podía sino darle mil y una vueltas a su historia. No había dejado de pensar en ella un solo minuto desde que había despertado: los rumores que un ataque de celos habían originado, la tonta discusión que les había llevado a la muerte a ambos, y la certeza de lo mucho que Naia había sufrido y perdido por su culpa. Probablemente, de todo, lo que más le dolía era eso. Su pequeña Naia.
—¿Por qué? —preguntó.— ¿Por qué empezaste con semejante estupidez?
—Porque… —Aquella era una excelente pregunta, pero terriblemente dura y difícil de responder.— No lo sé. –terminó por decir. Vio fugazmente a Nikos, y después devolvió la vista al suelo.— Nos peleamos muchas veces a lo largo de la vida. ¡Dioses! Nos conocimos a los seis años y desde entonces no nos separamos, Nikos… De alguna manera, ella también fue mi hermana pequeña. –No se atrevía a pronunciar su nombre, no aún.— Pero crecimos. Ella… —“Me gustaba, me gustaba mucho”, pensó. Negó lentamente con el rostro, a la vez que se encogía de hombros.— Tú y yo éramos muy iguales en algunas cosas, quizá demasiado viscerales. –Y por primera vez desde que se había sentado, alzó el rostro. Sus ojos grises se perdieron en el horizonte de las Doce Casas.— La situación me sacó de quicio. Ellos… —Nikos sabía de sobra que se refería a los gemelos, y casi sin darse cuenta, frunció el ceño. Aquella parte de la historia seguía sin quedarle clara, y no le gustaba lo más mínimo: menos aún desde que sabía de lo sucedido en esos catorce años.— Exageré, mucho, pero dije parte de la verdad. No mentí cuando dije que la había visto con uno de los dos, aunque no se quien de ellos era… En la playa, a los pies de Cabo Sunion, durante la Panatea.
Nikos tomó una gran bocanada de aire, y se pasó los dedos por la melena. Era obvio que Keitaro desconocía como habían transcurrido las cosas desde su muerte… Pero la sola mención del Cabo, lo hizo estremecer. Frunció el ceño. El par de mocosos nunca le había gustado, pero a medida que la historia se completaba, era imposible que aquello fuera a mejor.
—¡Yo no quería hacerte daño! –La voz del Santo se rompió cuando enfrentó su mirada, y al moreno no le resultó difícil saber que decía la verdad. De alguna manera, se sintió aliviado.— Peleamos muchas veces antes, fue un accidente, yo no…
—Lo sé. –De pronto, Keitaro enmudeció. Ladeó el rostro, sin terminar de comprender la respuesta contundente de su amigo, y entreabrió los labios.
—¿Lo sabes? –Nikos asintió.
A lo largo de la vida, tal y como Keitaro había mencionado, se habían enfrentado infinidad de veces. Y no solo ellos, sino que cada santo, amazona y guardia había pasado por lo mismo. Era consciente de que, al final, en el Santuario no solamente sobrevivían los elegidos… sino el más fuerte. Muchas vidas se habían perdido en medio de entrenamientos, a manos de amigos y hermanos. Ellos se habían enfrentado por una estupidez que había terminado con sus vidas. Sin embargo, podía recordar de un modo un tanto difuso, la expresión desencajada de Keitaro cuando lo vio caer. Podía recordarlo murmurar su nombre, o quizá lo gritaba… No lo recordaba bien. Simplemente sabía que no había querido matarlo.
—Es un tanto extraño conversar con mi… asesino. –murmuró Nikos.— Si hubiera sido más fuerte, quizá las cosas no hubieran terminado así. Pero a pesar de todo, no es eso lo que más me duele. Solamente deseaba cuidarla.
—Ella… —Keitaro tragó saliva.— Ella estaba tan… —Dolida. Enfadada. Desgarrada. Había muchas maneras de describir como se había sentido su cosmos en aquel momento, incluso la forma en que se movía delataba su sentir. Él, simplemente, no atinó a hacer nada.— ¿Qué pasó?
—Me vengó. –Oh, eso lo sabía. Keitaro lo había notado. Nikos se encogió de hombros.— Ni siquiera debió hacerlo. Había peleado tanto por lo que tenía… se había esforzado y sufrido tanto como nosotros o más. Perder a Axelle la había hecho demasiado daño, y al final, ¿para qué? –Se puso en pie movido por la rabia.— No necesitaba que ni tú, ni yo, la cuidásemos. Se valía perfectamente sola. Nunca dejamos de tratarla como a una niña.
—¿El Maestro la…?
—¿Ejecutó? –Nikos terminó la pregunta por él con una frialdad que lo estremeció. Keitaro notó sus puños apretados y el brillo acuoso y acusador en sus ojos. Se temió lo peor, y hundió el rostro entre sus manos.— No. –Cruz del Sur alzó la vista rápidamente.— La apresaron y fue condenada. –siseó.— Pero desapareció del calabozo la noche antes de su ejecución. –Su voz sonó más grave y ronca de lo que en realidad era, pero aquella era la primera vez que relataba la historia que Tatiana le había explicado. Aguantar las lágrimas y la impotencia resultaba demasiado difícil.— Nadie sabe como sucedió, aunque teorías de lo más curiosas, ni que fue de ella a partir de entonces. Fue… —Se lo pensó dos veces antes de continuar. Hablar en pasado de ella le resultaba doloroso.— …es una desertora.
Keitaro guardó silencio, sin quitarle la vista de encima, pero el alivio que lo invadió fue tan grande, que resultó imposible de disimular. Después de todo, y a pesar de lo mucho que se habían torcido sus caminos… Naiara escapó con vida.
—Han pasado catorce años… —murmuró. Era solamente una chiquilla en aquel entonces, pero ahora, de continuar viva, Naia sería toda una mujer, que había vivido mucho más que ellos. Si les había ganado la partida con catorce años, no podía sino sentir cierto orgullo incomprensible de lo que sería en el presente.
—Vayamos paso a paso. Han pasado muchas cosas en este tiempo, al parecer. –Su mirada se detuvo en el contorno distante de las Doce Casas. Apretó los puños un poco más, y decidió que si iban a intentar empezar de cero, lo mejor sería que Keitaro supiera que había pasado desde el principio.— Verás…
—X—
Cuando entró a la cocina y la vio, dio un brinco tan grande que le fue imposible no sentirse avergonzado después. De haber gritado, hubiera tenido que cavar un hoyo bien profundo para enterrarse y morir ahí de vergüenza. Y es que, lo último que Aioros esperaba, era encontrarse con alguien ahí, dentro de su templo, sobre todo porque Sagitario no era precisamente el lugar más concurrido del momento en el Santuario.
Se llevó la mano al pecho instintivamente y sintió los latidos de su corazón, amenazando con escaparse en cualquier instante. Suspiró profundamente, pero al distinguir el atisbo de sonrisa en el rostro de la chica, rebuscó por la poco dignidad que le quedaba y trató de sonreír también, lo cual no consiguió con la gracia que hubiera deseado.
—Me sorprendiste. –confesó, mientras revolvía nerviosamente su cabello.
—Lo lamento, no era mi intención. –Se excusó la joven. Sonaba sincera, y ciertamente lo era, pero aquel dejo de travesura en sus ojos turquesas hizo saber al arquero que había disfrutado del resultado del incidente.
—Si, si. No pasa nada. –Y vio como la mueca nerviosa en su propio rostro, que se suponía era una sonrisa, ocasionó que ella ensanchara la suya.
—Solo vine a dejar esto: ¡provisiones! –Apuntó hacia las bolsas de papel marrón que yacían sobre la mesa, repletas de todo lo necesario para que la alacena de Sagitario cobrara vida. Aioros no respondió, pero la mirada que le dirigió bastó para preguntar el porqué era ella la encargada de hacerle llegar la despensa, en vez de las doncellas que, se suponía, eran las encargadas de eso.— Mi abuelo es el dueño de la tienda del pueblo.
—¿Eres nieta de Stavros?
—Si. –asintió enérgicamente y las largas mechas de su cabellera castaña se mecieron.
—¿Se encuentra bien?
—Mejor de lo que sus ochenta y siete años deberían permitirle. Puedes venir a comprobarlo algún día. Le encantaría verte… veros, a todos. –Se apresuró a corregir.
—Lo haré un día de estos. –Le sonrió a sabiendas de que aquel día probablemente tardaría un poco más en llegar de lo que esperaba. Todavía se sentía inseguro al abandonar su templo y ni hablar de llegar a Rodorio. Era pronto aún.— No sabía que el viejo Stavros tuviera una nieta. –Cambió la conversación de la forma más casual que pudo.— Cuando Saga y yo bajábamos al pueblo… —Y al hablar de ello, sintió como si se refiera a un mundo tan lejano que casi parecía una mentira.— …siempre hablaba de su hijo Spyros y de su familia en Atenas, pero nunca nos comentó que tenía nietas de nuestra edad.
—¿En serio? Tendré que reclamárselo. –sonrió.— Spyros es, efectivamente, mi padre; y aún vive en Atenas, con mi madre y mis hermanas pequeñas. Pero el abuelo ya es mayor y está muy solo aquí. Así que decidí mudarme con él hace unos años. –Se encogió de hombros con desparpajo.— Además, necesita alguien que le ayude con las finanzas del negocio y yo soy perfecta para eso.
—Y una excelente repartidora también. –agregó, robándole una carcajada que el santo compartió con una sonrisa.
Se dio cuenta, en ese momento, de lo bien que se sentía hablar y reír con alguien sin temor a decir algo que hiciera daño, o de escuchar algo que terminara por romperle el corazón de nuevo. Era agradable, lo extrañaba, le hacía falta sentirse así.
—Mi trabajo como repartidora es ser invisible. –continuó la chica.
—Si fueras invisible, no me habrías casi matado de un susto. Eso no te hace quedar muy bien. –Meneó la cabeza.
—¡Oye! Si hubieras estado un poco más atento, quizás no… —Sin embargo, calló al ver las figuras que aparecieron detrás de Aioros.
La chica bajó la cabeza y ofreció una torpe reverencia a los recién llegados, haciendo que el arquero volteara también, intrigado. Al reparar en la presencia de Shion y de Dohko, volvió a tensarse sin siquiera notarlo. Apenas los había visto desde que regresaron y su visita era probablemente de lo menos esperado para él. No era que no les quisiera ahí, pero tampoco se sentía completamente cómodo con ellos cerca, sobre todo porque no tenía muy claro lo que debía decir o lo que debía hacer. Kanon había dejado las cosas muy revueltas.
—Shion, Dohko. –Los saludó.
—Maestros. –La joven le imitó.
Ambos santos arrugaron ligeramente el entrecejo ante la presencia de la desconocida, más no hicieron comentario alguno. Le sonrieron con mesura mientras ella volvía inclinarse, esta vez, a modo de despedida.
—Me retiro. –dijo. Se aseguró de sonreírle a Aioros una vez más y se escabulló entre ellos, a sabiendas de que buscaban privacidad y de que ella estaba de sobra en medio de esa conversación.— Oh, por cierto… —Se detuvo de pronto y volteó hacia el santo de Sagitario.— Soy Janelle.
—Aioros. –El santo se presentó.
—Lo sé. —Y sin decir más, desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Aioros la miró marcharse, mordisqueándose ligeramente los labios. Levantó las cejas y subió los hombros cuando las miradas de Shion y Dohko le cuestionaron al respecto. Después, los esquivó y rebuscó entre las bolsas que Janelle había dejado. En el momento en que encontró un barra de chocolate en el fondo de una de ellas, la mirada se le iluminó.
—Es la nieta del viejo Stavros y la repartidora de despensas. –aclaró. En un santiamén se metió un trocito de chocolate a la boca y cuando lo sintió derretirse en su lengua se calmó un poco.— ¿Qué hacéis aquí?
—Estoy haciendo una revisión de las armaduras. –Shion respondió.— Dohko me acompaña.
—Oh. –Aioros mordió un trozo más de la golosina. Había descubierto que comer tranquilizaba un poco sus nervios.
—Parece ser que, durante la batalla con Hades, varias de las armaduras sufrieron daños mayores, Sagitario es una de ellas. –Shion se apresuró a continuar. No lo notó, pero al ponerse nervioso, había comenzado a dar más explicaciones de las que debía.— Quisiera asegurarme que se encuentran en perfectas condiciones. No tardaré mucho, solo un vistazo rápido y después…
—Adelante. A Sagitario le vendría bien una revisión. –acotó el arquero mientras un trocito más del chocolate oscuro acaparaba su atención. Las armaduras habían sido sometidas a una dura prueba durante la Guerra Santa, podía verlo en los cientos de pequeñas grietas que recorrían a Sagitario. A pesar de eso, a sus ojos seguía siendo tan hermosa como en el primer día. Y, también a pesar del interés de Shion, Aioros hubiera tenido que ser realmente ingenuo para creer que aquella era la única y poderosa razón de la presencia de los viejos ahí.— No la he usado aún, así que no puedo asegurarte si hay algún problema con ella. Puedes examinarla si quieres.
—Lo haré… lo haré.
Pero ninguno de los dos se movió un solo centímetro. Algo más tenían que decir, no era difícil darse cuenta. Así que, cuando Aioros los vio intercambiar miradas, supo que pronto se animarían a compartir sus pensamientos con él. Era curioso, porque si todo el mundo decía que él era transparente en cuestión de intenciones, no sabría como definir lo que eran los viejos.
—¿Cómo has estado, hijo? –Por fin, Dohko le cuestionó; y, aunque la pregunta no le tomó desprevenido, Aioros no estaba seguro de cómo debía responderla.
—Han sido varios días… —¿Raros? ¿Difíciles? ¿Atemorizantes? ¿Cuál era la palabra adecuada?— …interesantes. –terminó por decir.— Esto es totalmente diferente a lo que recuerdo. Es complicado adaptarse tan rápido. Supongo que me comprendéis.
Lo que no decía y tampoco diría jamás, era que cada respiro venía acompañado de un aura de dolor que comenzaba a convertirse en una agonía. Por las mañanas, despertaba sin saber lo que el día le traería. Por las noches, se acostaba para soñar con todo lo que alguna vez había tenido. Había llegado a la conclusión de que, para seguir adelante, tenía que dejar ir todo aquello a lo que se aferraba. Pero había un enorme abismo entre pensarlo y conseguirlo. En aquel momento, lo único que era suyo eran sus memorias. No se sentía capaz de renunciar a ellas.
—El tiempo hará las cosas un poco más sencillas. –Asintió suavemente cuando Dohko intentó animarle. “Tiempo,” que concepto tan definitivo y también tan vago.
—Ten paciencia, hijo.
Y paciencia le sobraba… lo que le faltaba eran fuerzas. Aioros no estaba acostumbrado a la soledad; no le gustaba estar solo, no le iba bien. Sin embargo, así era como se sentía la mayoría del tiempo desde su regreso, sobre todo cuando Aioria se marchaba después de su visita diaria y Sagitario volvía a hundirse en un silencio tan profundo que le enloquecía.
Se llevó la mano a la boca y se frotó la comisura de los labios, en un ademán por demás ansioso. Tenía mucho que podía decir al respecto. Sin embargo, sus palabras no terminarían por expresar lo que él quería.
—¿Qué tal vosotros? ¿Cómo estáis? –preguntó a los dos mayores, solo porque los instantes de silencio ensordecedor le resultaban desesperantes. Maldijo en silencio el hecho de su barra de chocolate se hubiera agotado en un abrir y cerrar de ojos. Ahora tendría que sobrellevar la conversación sin nada que ayudara a calmar su ansiedad.— No os habíamos visto en todo este tiempo. ¿En qué andáis?
—Hemos permanecido al lado de la princesa. Somos celosos de su bienestar. –Dohko se apresuró a responder. No era mentira, pero tampoco era del todo cierto. Kanon había tenido buena parte de la culpa de que el par de viejos se resguardaran en la protección de sus templos a lamer sus heridas abiertas.
Aioros lo sabía tan bien como ellos. Los contempló, con la duda impresa en su mirada de un azul profundo. Las cosas eran difíciles para todos. Comprendía lo complicado que era adaptarse y sabía un par de cosas acerca de esconderse del mundo; porque eso era justamente lo que habían estado haciendo esos dos. Y, aunque él mismo habían sentido deseos de espetar un par de cosas acerca de lo que había sucedido, no se sintió en derecho de hacer tal cosa.
—¿Cómo sigue ella? –preguntó por la joven Athena. La había visto solo una vez, fugazmente, cuando Aioria insistió en ir a visitarla. Solo, no se atrevía a volver. Al verla, era inevitable pensar en todo el tiempo que había transcurrido y en todo lo que se había perdido. Era cobarde y se avergonzaba de ello, pero había muchas cosas con las que tenía que aprender a lidiar primero.
—Eudora la cuida cada día. Mejora, pero no lo suficiente aún.
—Ojala despierte pronto. –le dijo a Dohko. Sin embargo, muy en el fondo, Aioros no sabía si aquello sería lo correcto. Athena despertaría solo para darse cuenta de que el gran regalo que les había hecho, para algunos se había convertido en una carga.
—Lo mismo esperamos. –Aioros sonrió a Shion mientras asentía.
De nuevo, hubo un largo silencio entre los tres, de esos que se sienten incómodos y que usualmente crecen entre extraños. Tristemente, en eso se habían convertido: en rostros conocidos, pero espíritus distintos.
El arquero carraspeó e intento aligerar la situación volviendo a lo suyo. Fue vaciando poco a poco las bolsas y acomodándolas en el armario de su cocina. Esperaba que Dohko y Shion se voltearan en cualquier momento, para ir en busca de la armadura por la que supuestamente habían llegado hasta ahí. Sin embargo, una vez más, el par no se movió ni un poquito.
Reparando en ello, Aioros entendió que no iba a librarse tan fácilmente del interrogatorio. Quizás lo mejor era afrontarlo de una vez y superarlo.
—¿Hay algo más que queráis decirme? –los cuestionó tras lo que le pareció un eterno escrutinio por su parte. Aún así, no descuidó el trabajo de acomodar su despensa y que le ayudaba a no quebrarse ante sus miradas insistentes.
—Solo quería saber como te iba. –Shion le buscó la mirada, pero el castaño le esquivó.— Sé que es difícil, Aioros, especialmente para ti.
—¿Especialmente para mi? –Por primera vez en la conversación, Aioros pareció afrontarlo. Se dio la vuelta y se detuvo por un instante. Después, se deshizo de las mechas que le caían sobre los ojos y se aferró a la meseta que lo separaba de los otros dos.— No, Shion, no creo ser el único que la pasa mal aquí. Pero eso lo sabes. –Su conversación previa con Saga le había hecho entender que el gemelo se encontraba quizás peor que él en muchos aspectos.
Aioros llevaba días dando vueltas a esa conversación en su cabeza y mientras más tiempo pasaba, más pensaba que no quería terminar así. No quería darse por vencido tan pronto, como lo había hecho su antiguo amigo.
—Lo sé y me preocupo por los otros también. Eso no significa que me inquiete menos lo que suceda contigo. –Al lado de Shion, y sin atreverse a hablar, Dohko miraba de uno a otro.
El arquero suspiró. Agachó la mirada y sus manos apretaron con más fuerza el borde de la mesa; mordisqueó sus labios ligeramente y los relamió, antes de atreverse a hablar de nuevo.
—Te lo agradezco.
—No, no. No lo hagas. Preocuparnos es lo menor que podemos hacer por vosotros. Después de todo lo que causamos…
—Alto… –Le interrumpió sin siquiera pensarlo. Posó en él sus ojos azules y lo miró con tanta determinación que le pareció ver en ellos atisbos del chico que había nombrado para ser su sucesor.— No me debes ninguna disculpa, Shion. En lo que a mi respecta, jamás me fallaste, ni por un minuto. Si algo… —Se encogió de hombros y desvió la mirada por tan solo un segundo, repleta de algo parecido al dolor, antes de volver a centrarse en el peliverde.— Si algo, los dos nos equivocamos al no haber sido capaces de mirar más allá de donde debíamos. Yo no te odio, ni te juzgo, ni te culpo de nada. –Bajó la cabeza y suspiró con más fuerza de la que hubiera deseado. Odiar a Shion sería como odiarse a si mismo.— La cuestión es que estoy igual de perdido que tú, ¿vale? No me hagas sentir que todo debe volver a la normalidad en un pestañeo, porque sabes que no es así. No me pidas que actúe como si nada hubiera sucedido jamás. Esto es difícil para mi. Si, algún día, las cosas vuelven a ser como antes, tomará su tiempo.
Ni siquiera estaba seguro de poder conseguirlo, pero al menos tenía la intención de intentarlo. Agradecía el apoyo, más no necesitaba el peso asfixiante de la presión.
—De acuerdo. Esperaré todo lo que sea necesario. –El lemuriano asintió. Si Aioros le decía que algún día la situación mejoraría, le creía. Solo necesitaba un rayito de esperanza que le dijera que el futuro sería mejor y el castaño se lo había dado. Con eso le bastaba..— Oh, y… gracias, hijo. Gracias por comprender. –susurró, poniendo fin a su conversación.
Aunque sincera, la sonrisa del arquero le devolvió fue tan solo un esbozo de las que Shion le había conocido cuando era un crío. Lo vio agachar la mirada un instante después, para perderla en la mesa bajo sus manos y consideró que era el momento apropiado de marcharse. Aioros había aligerado su carga, si bien no podía decir que le había librado de ella.
Al margen de todo, Dohko solo observaba. En más de un par de ocasiones tuvo que ahogar algún suspiro que delataba su tranquilidad, conforme la situación parecía mejorar, al menos para Shion. Le aliviaba que así fuera, le hacía sentir mejor, independientemente de lo que a él le deparara. Durante toda la conversación había conseguido mantenerse en silencio, pero en el instante en que vio al lemuriano girarse para buscar la salida, supo que no podía permanecer siempre con las palabras atravesadas en la garganta.
Así que, cuando escuchó los pasos de Shion perdiéndose en el pasillo y se supo a solas con el arquero, solo alcanzó a un susurrar lo que realmente sentía.
—Él nunca te falló… pero yo si. –Al oírlo, Aioros levantó la vista y alzó ligeramente las cejas, adoptando un semblante completamente ajeno al santo de Libra.
A decir verdad, Dohko no creía obtener una respuesta y tampoco creía merecerla. Si había hablado, era solamente por la necesidad de hacerlo. Shion era el padre de esos chicos y había tenido el valor de mirarlos a los ojos para aceptar sus errores. Probablemente no había peor temor en el corazón del Patriarca que ese, y aún así luchaba por enfrentarlo. Entonces, ¿por qué él no podía hacer lo mismo?
Sin embargo, al pasar los segundos sin reacción, ni respuesta, asumió que no habría palabras para él ese día. Lo comprendía. Incluso se lo había repetido hasta el cansancio: después de haberlos ignorado por tanto tiempo, no podía esperar que ellos lo notaran desde el primer instante.
Imitó a Shion, dándose la vuelta muy despacio y avanzó un par de pasos con el sigilo de un gato, no queriendo importunar más de lo que ya lo hacía. No pudo continuar, pues la voz del arquero le hizo detenerse.
—En realidad, tú tampoco me fallaste a mi. –dijo.— Ni Shion, ni yo vimos lo que se veía, ¿cómo podías hacerlo tú? Además, sinceramente, jamás cruzó por mi cabeza llamarte después de descubrir la presencia de Ares. –Aioros se rascó la cabeza con cierto desconcierto. No mentía, simplemente nunca se le ocurrió. No había tenido tiempo para pensar en nada.— Y, aún si lo hubiera hecho, no hubiese cambiado las cosas en lo más mínimo. Yo estaba muerto en el instante en que la máscara cayó de su rostro y descubrí su identidad. –Suspiró, solo para soplarse los flecos un segundo después, sintiendo todavía el escalofrío que el recuerdo le ocasionaba.— No tiene caso seguir con esto. Así que… —Subió los hombros y meneó la cabeza.— Dejémoslo por la paz.
Lo siguiente que vio fue la mirada de Dohko, revuelta entre sentimientos tan opuestos como el arrepentimiento y una paz esporádica. Se preguntó si sus propios ojos serían tan contradictorios como los del viejo Maestro. Porque, de ser así, algo tendría que cambiar.
Pensó en Saga, en Shura, en Aioria y en todos los demás. Todos habían cambiado, tanto que apenas los reconocía. Quizás era momento de hacer lo mismo. Adaptarse, o morir. Aioros tenía que comenzar a descifrar que clase de persona quería ser de ahí en adelante.
—X—
—Anoche vine a verte. No respondiste cuando te llamé.
Ángelo, ataviado solamente con pantalón a medio abrochar, giró el rostro en busca del de su invasor. Barrió a Afrodita con la mirada, solo para invitarlo a pasar, un segundo después, con ayuda de un ademán. Cuando vio al sueco instalado en su mesa, dio un mordisco al emparedado que tenía en la mano y se dejó caer en la silla de madera frente a él, que rechinó bajo su peso.
—Estuve ocupado. –Y el motivo de su ocupación se había marchado a toda prisa, bien metida la madrugada, para evitar ser pillada por alguna mirada curiosa. Así que, además de estar cansado, ahora tenía sueño.
—¿Hetaira o puta simple?
—Es lo mismo, florecita. –Encogió los hombros y se metió otro trozo de pan a la boca.
—Oh, no. No es lo mismo.
—¿Por qué? ¿Por qué una viste en sedas caras y la otra no? Al final la ropa termina tirada en el suelo, así que es lo que menos me importa; y ellas… Bueno, ellas sirven para lo mismo. –esbozó un intento de sonrisa.
—Al menos deberías pagar por algo de calidad. –el santo de Piscis arrugó la nariz con disgusto.
—¿Quién dijo que pagué? –Por fin, la sonrisa retorcida de Máscara Mortal iluminó su rostro en totalidad.— En fin, ¿qué querías? –continuó.
Afrodita torció la boca todo lo que pudo. Miró las galletas estibadas en el plato al centro de la mesa y estuvo tentando a agarrar una, hasta que Ángelo se le adelantó y, entonces, el sueco solo pudo pensar en todas las otras cosas que el italiano había tocado con esas mismas manos. Así, desistió de su intento de comer algo.
—Pensaba que tal vez querrías ir a visitar a Athena más tarde.
—Pues… no lo sé. –respondió el santo de Cáncer. Cada vez que pensaba en ello, le daba dolor de cabeza. Su disyuntiva era siempre la misma: ir y sentirse un cínico, o quedarse y sentirse un malagradecido. Ninguna de las dos les resultaba especialmente atractiva.— ¿Irás ahora?
—No contigo apestando a sexo barato. –Negó.
—Eh, no te pongas celoso.
—Ciertamente no de ti. –ambos intercambiaron sonrisas cínicas y retorcidas, muy propias de aquella relación tan especial que en su caso solo podía definirse como una rarísima amistad.
—Si quieres un polvo, págatelo.
—Si a ti te lo han obsequiado, ¿qué te hace pensar que a mi me harán pagarlo? –Movió la cabeza con desaprobación.
Máscara Mortal giró los ojos con un mohín burlesco, de aquellos que siempre hacían que fruncir el ceño a Afrodita. Al conseguirlo, se rascó la nariz, satisfecho. Cierto era que Matti tenía un encanto especial y también tenía el doble de posibilidades de llevarse a alguien a la cama. Su universo era más… variado. Chicos, chicas; el sueco sabía como divertirse sin demasiados remilgos. Lo que fuera era bueno para él.
—Voy a tomar una ducha rápida. –dijo, mientras se estiraba lentamente, como un felino perezoso. Después, se puso de pie y caminó hacia donde estaba su habitación.— ¡No espíes!
—He visto mejores cosas.
—El culo de Saga no cuenta. Todos lo hemos visto.
Y la rapidez con que el contraataque de Ángelo llegó, hizo que Afrodita soltará una gran carcajada, cargada de espontaneidad. Pero el santo de Cáncer, a pesar de compartir la risa, no volteó ni se detuvo en su camino. Solo desaceleró cuando la voz del sueco resonó desde su cocina.
—¡Aún así, tiene mejor culo que tú!
—¡No puedes comparar sino has visto una de las dos partes! –espetó antes de encerrarse en su habitación, con un último portazo que dejó la conversación suspendida.
Afrodita sonrió. Si algo compartían todos sus hermanos era precisamente eso: un ego difícil de superar, fuera cual fuera el asunto. Aprovechó su ausencia para ir hasta el salón, donde había abandonado el ramo de flores rojas que se había vuelto una costumbre ya. Las tomó con cuidado y buscó un lugar donde acomodarlas, lo cual resultó en una misión imposible, tratándose de la cuarta casa.
Tal como había dicho, Ángelo no tardó en volver. Su cabello todavía goteaba y tenía la camisa a medio poner, pero al menos lucía mil veces más decente que antes. Terminó de vestirse mientras iba en busca de su visitante, pero con tan solo poner un pie en el salón, su olfato le puso en alerta acerca de la presencia de las rosas invasoras.
Sus ojos no tardaron en divisarlas y arrugó el entrecejo sin ningún disimulo. Buscó a Afrodita y cuando lo encontró, le dirigió una mirada de fastidio absoluto.
—¡No jodas! ¿Otra vez las putas flores? –El italiano gruñó.— ¡¿Qué te dije de estos regalitos no solicitados?!
—Ya sé que dijiste, pero no me importa.
—Te importará, cuando alguien te rompa la cara. –Y por alguien, ambos sabían a quien se refería, y no era precisamente Milo.— Un montón de flores no van a quitar la peste de la mierda que les tiramos encima por años. Es más, acentúa el puto olor.
—Es un gesto de buena voluntad.
Máscara Mortal se sopló los flecos. Afrodita lo sabía tan bien como él, que se requerían más que gestos de buena voluntad para remendar lo que habían hecho. Lo único que cambiaría la forma en que el resto de sus compañeros de Orden les veían era su propio deseo de enmendarse. Nada más. Sus acciones habrían de hablar por ellos de ahora en adelante.
De cualquier forma, ya lo había dicho demasiadas veces y detestaba convertirse en un disco rayado, repitiendo todo cada dos segundos. Si Matti quería seguir con sus flores, dejaría que arriesgara la vida en ello. Él solo se preocuparía por mantenerse cerca para recoger los pedacitos de Afrodita que quedaran regados por ahí. Eso si, tendría que arreglárselas para no verse entrometido en ninguna reyerta que no pudiera manejar.
—Vale ya. –Se sopló el fleco una vez más, dispuesto a saltarse esa conversación.— ¿Nos vamos?
—Por supuesto.
—Oh, y pretendo bajar al pueblo después. Este templo necesita tabaco. —dijo mientras se secaba las gotitas de agua que había resbalado por su frente.— Quizás tú puedas conseguirte a alguien para pasar el tiempo.
Emprendió el camino esperando que el santo de Piscis lo siguiera, y así fue. Con el ramo de rosas en la mano, Matti le dio alcance rápidamente.
—X—
Llevaba varios minutos mirando fijamente la caja de Pandora que él mismo había subido hasta ese lugar. Géminis estaba dentro, ciertamente sintiéndose incómoda. Saga sabía que su armadura no disfrutaba ni un poquito el hecho de pasar encerrada dentro de su caja. Nunca le había gustado mantenerla ahí, pero con su cosmos aún ligeramente fuera de control, no había forma de trasladarla hasta sus privados más que esa. Pero, toda vez que la tuvo ahí, no se había atrevido a sacarla de su encierro.
No se explicaba el porqué de su indecisión, pues esa armadura siempre había sido su vida. Su mundo siempre había girado alrededor de ella y ahora…
Mordisqueó sus dedos con ansiedad. Un poco más y ya no tendría de donde más morder. Al fin, después de darse cuenta de que no tenía razones para sentirse tan nervioso, se decidió a abrir la caja.
Las cuatro paredes de la caja dorada cayeron sobre el piso, dejando al descubierto la figura de los gemelos formada por su armadura. Se tomó algunos segundos, solo para mirarla. Su brillo, su color, sus formas… ella no había cambiado en lo absoluto. Estaba herida, cierto; pero aún era preciosa a sus ojos. Mientras la contemplaba, una sonrisa diminuta se le escapó. Vestirla sin dominar su cosmos podría ser imposible, pero estaba dispuesto a correr el riesgo, aunque fuera por unos segundos.
Decidió ir a lo seguro y retiró los brazales de la armadura. Con cuidado vistió sus brazos, sintiendo el frío beso del metal sobre su piel. Los guanteletes siguieron, agregando una agradable presión a sus puños. Uno de los dedos de la mano izquierda estaba roto, culpa de Kanon seguramente, pero no le importó. Movió los dedos y perdió la vista por un segundo en sus manos, en la sensación de la armadura contra su cuerpo. Se sentía bien. Muy bien.
—Es difícil no extrañarlas.
Volteó disimuladamente, con mucha menos sorpresa de la que había sentido al oír la familiar voz. Las siluetas de Dohko y de Shion se dibujaron en el rabillo de su ojo. Se asombró de su presencia, llevaban días lejos de la vista de todos.
—¿Qué hacéis aquí? –cuestionó mientras volvía a retirar las piezas de la armadura que cubrían sus brazos.
—Venimos precisamente por ella. –Shion apuntó a Géminis. Mentía, como lo había hecho durante todo el día.— Decidimos que las armaduras necesitan ser revisadas.
—Comprendo.
Saga se alejó de la caja de Pandora, dejándola en las manos de los dos mayores. Se dejó caer en el sillón mientras sus ojos examinaban cada movimiento del lemuriano. Todo el tiempo se mantuvo en silencio, sin ningún sonido más que su respiración. Menos mal que Kanon no estaba por ningún lado, o de otro modo semejante paz hubiera sido imposible. Y le llamaba paz aunque no era precisamente eso lo que sentía. La tensión era evidente, a pesar de que los tres luchaban por disimularlo.
Las manos del lemuriano recorrieron cada centímetro del ropaje dorado, pero su mente estaba en el santo sentado a sus espaldas.
—Géminis necesitara arreglos. –acotó el gemelo. Shion lo sabía tan bien como él, así que no tenía mucho caso seguir con aquella farsa.
—Eso parece.
Saga torció ligeramente la boca y pestañeó un par de veces. Aquella era una de esas ocasiones en las que no sabía exactamente que pensar. ¿Debía hablar? ¿Debía esperar porque Shion o Dohko dieran el primer paso? ¿Cómo terminaría ese encuentro? Lo que sentía, en el fondo, no era muy distante a miedo.
Shion pareció notar su inquietud y decidió olvidarse del circo. Abandonó sus intentos de fingir algo que no sucedía, decidido a afrontar el verdadero motivo que le había llevado hasta ahí. Había descubierto que las inseguridades de Saga eran mayores que las suyas, sin importar cuanto se esforzara en ocultarlas. Si habría algún tipo de conversación entre ambos, habría de empezar con él.
Decidido a hacerlo de la mejor manera posible, el Patriarca tomó asiento junto a su santo. Saga no se movió, ni Dohko tampoco.
—No hemos tenido oportunidad de hablar desde… ese día. –dijo.
—Lo sé.
—Quiero que sepas que el único culpable de todo lo acontecido fui yo. Probablemente Kanon haya escupido todo tipo de cosas antes, pero ha tenido razón en algo: no ver el desastre que se venía encima de ti. –Posó su mano sobre la de Saga y se sorprendió de que este no la apartara.— Lo siento.
El rostro de Saga no mutó ni un poquito. El peliazul permaneció con la mirada clavada en el piso y el semblante ligeramente fruncido. Lucía ausente, aunque Shion sabía con seguridad que estaba más que presente en esa plática que amenazaba con convertirse en un monólogo. Lo cierto era que, a diferencia de lo que había visto en la reunión con los otros, la mirada del santo despedía muchas más emociones de las que Shion podía enumerar; y se alegró terriblemente. Aunque fuera un poquito, Saga comenzaba a abrirse y esas eran excelentes noticias.
—Ares también habló de Aspros y Deuteros. –musitó.— No lo entiendo, Shion. Sabíais lo que sucedería. Sabíais que me convertiría en un monstruo ¿Por qué? –La voz le tembló.— ¿Por qué no me detuvisteis? –Su mirada esmeralda suplicó por respuestas.
—Oh, Saga… A diferencia de lo que Ares y Kanon hayan querido demostrar, vosotros no sois Aspros y Deuteros. Coincidencias han habido, eso no puedo negarlo, pero vosotros no sois igual que ellos; jamás lo seréis. –habló, y su tono era casi lastimero.— Tú no eres la representación del mal, no eres un traidor y tampoco estás enfermo de poder, como lo estuvo Aspros. Tú fuiste la víctima de un dios que reencarnó en ti, para acercarse a Athena, la única que podía detenerle.
—¡Un dios que jugó conmigo como si de un muñeco se tratará! –Saga espetó. Su desesperación era grande; nadie entendía.— Se suponía que mis manos estaban hechas para matar dioses, no que mis rodillas se doblarían ante ellos. ¡Fallé! De la peor manera en que podía hacerlo. –Se llevó las manos a la cabeza con consternación y hundió los dedos en aquella abundante melena azul.— Le fallé a Athena, a vosotros, a… —La palabra surgió de sus labios con una dificultad que poca veces había sentido.— A mi. Fallé a todo lo que quería y debía ser.
—Hijo…
—No, no. Detente ya. No digas una sola palabra más.
—Saga…
—No estás comprendiendo nada. –“No de nuevo” quiso decir, pero se tragó las palabras.— Me rendí y os hice más víctimas de lo que yo jamás seré.
Pero a la vez, todavía dolía haberse sabido solo. Aceptaba que él no había tenido el valor de imponerse, tal había sido su gran error. Incluso, podía decir que se había rendido demasiado pronto. Pero las señales habían estado ahí desde el principio y nadie había podido ver a través de ellas. Aún en el presente, ninguna de las personas que consideraba más cercanas era capaz de darse cuenta de que el Saga que habían conocido había dejado de existir.
El chico repleto de sueños e ilusiones se había marchado y todo lo que había dejado atrás era al adulto consumido por sus pecados y atrapado en sus miedos.
—No puedo dejar que te pases la vida encerrado en un pasado que ni siquiera controlabas. No debes nada a nadie, Saga, solo a ti mismo. Esta vida es tuya, de nadie más. –Volvió a hablar el lemuriano. Su mano apretó suavemente los dedos de Saga. Lo sintió temblar, y buscando reconfortarlo, le sujetó con más firmeza.— No podrás disfrutarla mientras te aferres a un oscuro pasado que no refleja a quien verdaderamente eres.
—¿Y quién soy? –musitó. Había pasado su vida entera siendo el peón de Ares, siendo tan solo una sombra oculta en alguna parte de su conciencia, que ahora Saga no tenía la menor idea de cómo ser él mismo.
—Eres Saga de Géminis. Eres el hombre entre cuyas manos explotan las galaxias. –Dohko intervino, solo para arrancar una sonrisa amarga de los labios del gemelo. Era como escuchar un cuento.— Y ahora, tienes la oportunidad de ser quien deseas ser.
—No. –dijo de improviso. Su rostro se había endurecido de nuevo.— Jamás ha sido así y jamás lo será. No seáis ingenuos, el destino es quien decide lo que somos.
Retiró su mano de la de Shion y se puso de pie lentamente. Fue como si de pronto hubiera despertado de aquel letargo en que las palabras de Shion lo habían arrastrado. Había sido agradable pensar por un segundo que obtendría comprensión. Pero lo cierto era que, para entender una situación como la suya, era necesario vivirla. Eventualmente agradecería el apoyo, pero la empatía era un imposible.
—No le facilites nada al destino, Saga. –Dohko insistió.
—Tengo suficiente con cargar con mis pecados, como para preocuparme por cambiar un destino que nunca ha sido benévolo conmigo. –Saga les dio la espalda y abandonó lentamente el salón.
Nadie había visto las últimas miradas de Shion y de Aioros, tampoco había escuchado las maldiciones de Kanon mientras Cabo Sunion lo envolvía en sus brazos de muerte. Nadie había pasado catorce años con la sangre de su hermano, su amigo y su padre ensuciándole las manos.
—X—
Desde que Naia había irrumpido como un torbellino en su agradable tranquilidad, las cosas parecían haberse vuelto del revés. A pesar de lo poco que se habían visto durante aquellos años, su relación no había cambiado, al menos no gran cosa. Probablemente, la una y la otra eran considerablemente distintas a las niñas que abandonaron el Santuario a escondidas, y aún así… cuando se encontraban, era como si el tiempo no hubiera pasado.
Apuró el contenido de la taza de chocolate, viendo a su amiga detenidamente. Naia siempre había sido un torbellino de energía, que la había llevado en volandas a todas partes, arrastrándola a aventuras y travesuras que de otro modo la pequeña Deltha no hubiera llevado a cabo. Pero ahora, Del empezaba a sospechar que aquella marcada arruga en la frente de la morena, se debía única y exclusivamente a la resistencia inesperada que estaba poniendo a sus planes. Antes nunca había sido así, de una manera u otra, Naia siempre la había convencido sin demasiado trabajo: no esta vez. Deltha podía apostar, sin ningún riesgo a perder, que la antigua Caelum era un completo manojo de nervios y frustración tras la cara de porcelana que lucía.
Sonrió suavemente y dejó la taza en la mesilla.
—¿De qué te ríes? —murmuró Naia.
—No me río.
—Lo haces. —La pelipurpura se encogió de hombros.— No veo que es tan gracioso, Del.
—Nada, en realidad. Es solo que, a pesar de lo mucho que hemos cambiado en estos años, te veo ahora: enfurruñada en el sofá, con el ceño fruncido… —Golpeó, suavemente, con su dedo índice la frente de su amiga.— Y luces igual que cuando éramos niñas.
Evitó, por todos los medios, hacer mención al Santuario y a sus inquilinos. Era ese, precisamente, el asunto que las había reunido. Pero la situación no era sencilla, y por mucho que Naia se empeñara en lo contrario, la decisión que ella planteaba era aún más complicada de tomar.
—Quiero volver. –insistió la morena una vez más.— Necesito volver. –Deltha suspiró. Había perdido la cuenta de cuantas veces había escuchado esa misma súplica.
—Naia…
—¡¿Qué?! –espetó con cierta desesperación. Llevaban días discutiendo lo mismo día y noche, sin llegar a ninguna conclusión útil.
—Han pasado catorce años. Ya no somos más dos adolescentes.
—¿Y eso que se supone significa?
Deltha la miró atentamente durante unos segundos, mientras buscaba las palabras necesarias para lo que deseaba decir. No era fácil, pero llevaba días pensando en ello a cada instante… y en más de una década, no habían mencionado, ni una ni otra, palabra al respecto. Un beso tan lejano, que ya parecía irreal, no podía dictar el camino a seguir.
—Significa que… —tomó una bocanada de aire.— Ahora tenemos una vida normal, agradable. Salimos a tomar unas copas, vamos al cine, de compras… Hemos hecho buenos amigos a lo largo de los años, chicos y chicas normales. –Naia frunció el ceño un poco más si era posible.— Hemos salido con chicos…
—¿Y eso qué? –La mención de aquel tema, la puso en guardia ante lo que estaba por venir.— No iras a decirme que te han marcado tanto… —Del se sopló el flequillo.
—No, no es eso… Es solo que ser una persona normal es agradable. Tener la oportunidad de vivir y disfrutar esa vida es un privilegio. Uno con el que nadie cuenta en el Santuario. Nadie.
—¿Y quién eres para toda esa gente de la que hablas, Deltha? –La aludida guardó silencio.— Eres una niñita huérfana que adora el mar, con una historia desconocida a sus espaldas. Eres una incógnita que han aceptado pero que en realidad no comprenden. –Naia se sopló el flequillo.— Pero eres mucho más que eso… —Extendió su mano, y elevó su cosmos suavemente, lo suficiente como para que un montón de estrellas blanquecinas danzaran sobre su palma. Hacía tanto tiempo que Deltha no contemplaba semejante espectáculo, que se maravillo tanto como la vez primera.— Esto es lo que eres. Puedes intentar olvidarlo, pero siempre serás la Amazona de Apus. Sufriste, lloraste, sangraste y mataste por ella… porque nacimos para ser algo mucho más grande que una monitora de surf y una guía turística.
—Naia…
—Te gusta decir que no tienes a nadie, tanto que te has creído tu propia historia… y tiene mérito, porque sigues siendo una mentirosa espantosa. –Naia cerró el puño y el polvo de estrellas se esfumó. Se puso en pie, y comenzó a caminar por el salón con cierto nerviosismo.— La cuestión es que… me tienes a mi. Somos hermanas. Y Axelle fue nuestra madre… o nuestra hermana mayor. Como prefieras. ¿Te has olvidado de ella? ¿De nosotras? ¡Éramos una familia! Una familia real. Una familia que solamente existe allí.
Deltha no pronunció palabra alguna. Tragó saliva y siguió escuchándola, a sabiendas de que todo lo que decía era dolorosamente cierto.
—Incluso mi hermano, él… —De pronto, la voz de Naia se cortó. Nunca, jamás, hablaba de él. Su memoria era algo que guardaba muy dentro, como un tesoro.— Esto no es más que un engaño, Del. Ha estado bien… por un tiempo. Pero ahora la realidad ha vuelto. Yo no pertenezco a Rodhas, ni tu a Naxos. No puedo seguir fingiendo que soy alguien que no existe…
—¡No quiero volver por los motivos equivocados! –exclamó Deltha, aunque hacía días que su mochila estaba preparada en un rincón de la habitación: lista para irse y no regresar jamás. Naia guardó silencio, dispuesta a escucharla.— Les has sentido. Lo hemos hecho. A pesar de que nuestros cosmos han estado apagados durante más de una década, hemos sentido su retorno. Pero si volvemos… ¿Qué esperas encontrar? Éramos una familia, si. –Las lágrimas inundaron sus ojos.— Y teníamos buenos amigos… más que eso. Mucho más. Pero me da miedo que quieras volver solamente porque por un segundo sentiste el cosmos de Saga ahí fuera. Párate a pensar lo mucho que tú has cambiado, ¿qué crees que sucedió con ellos? ¿Con él?
—No es eso. –murmuró.
Aunque en parte si que lo era. Una parte muy grande, de hecho. Le había sentido muchas veces antes a lo largo de aquellos años, de un modo inexplicable… pero ninguna de ellas había sido de una manera tan pura. Tan real… tan… Saga.
—¿No? —Naia no contestó.— Me encantaría verles, Naia, como no te haces idea. Saber que están bien, saber como son después de tanto tiempo… Pero es que cuando tú te fuiste, el Santuario era tal y como siempre lo conocimos. ¡Todo eso cambio en un pestañeo! Me da miedo lo que pueda encontrar… Me da pánico llegar, y descubrir que las cosas… No soportaré volver solo para sufrir más.
—¿Del?
—¿Qué?
—¿Puedes vivir aquí y seguir como si nada, sabiendo que están vivos? ¿Puedes darle la espalda a lo que de verdad eres, sin al menos verles una vez más?
Deltha la miró en silencio, dispuesta a ser fuerte y mantenerse en sus trece. Sin embargo, no tenía modo alguno de rebatir cada una de sus palabras. Naia estaba en lo cierto, pero el miedo que sentía era demasiado grande. Un par de lágrimas la traicionaron. Aquella era una derrota anunciada.
—No. –sollozó.
—Entonces, volvamos. –Naia la abrazó, ocultando sus propias lágrimas.— Porque yo tampoco podría hacerlo. No estoy diciendo que debamos quedarnos allí definitivamente, solo…
—Somos un par de desertoras. –Deltha se aferró a ella con fuerza.— No seremos bien recibidas…
—Pero estaremos en casa, aunque no sepamos lo que podamos a encontrar.
La pelipurpura rompió el abrazo, y se secó las lágrimas rápidamente. Buscó los cristalinos ojos de su amiga, que la miraban con tanto dolor y miedo como, estaba segura, rebosaban los suyos. De pronto, recordó el momento en que ambas se encontraron en la Fuente de Athena, solas, recién nombradas amazonas y vivas. Habían reaccionado exactamente igual.
—Volvamos. –musitó.— Pero permaneceremos juntas, pase lo que pase. Prométemelo.
—Pase lo que pase. Te lo prometo.
—X—
Su habitación se había convertido en el único refugio que le quedaba en su propio templo. Después de haber dado por finalizada la conversación con Shion y Dohko, se había encerrado allí por horas, con la única esperanza de que todo aquello que los viejos habían removido con apenas dos palabras, se calmara. Por supuesto que no había sido en exceso optimista. Había pasado todo aquel tiempo echado sobre la cama, observando el techo milenario del dormitorio, mientras su mente divagaba entre recuerdos difusos.
Desde que habían despertado, había procurado pasar desapercibido, al menos tanto como en su condición era posible. Sus escapadas de Géminis habían sido breves y a deshora, a pesar de que Camus y Shura se habían esforzado por hacerle compañía. No era que no la quisiera, al contrario. Simplemente seguía sin tener la menor idea de cómo comportarse y, por ningún motivo, deseaba ser sometido a otra conversación o escrutinio como el de hacía rato.
Se consideraba un tipo solitario, probablemente un poco antisocial y, sobre todo, reservado. Sabía de sobra que resultaba intimidante y que, en cierta manera, el respeto que provocaba, no era más que miedo disimulado. Al menos fuera de las Doce Casas. Poco tenía que ver ya con el chiquillo que había crecido en el Santuario, que era todo sueños, amabilidad y sonrisas. Ahora, aquel simple gesto era tan difícil de esbozar para él, que simplemente creía haber olvidado como se hacía. Su pasado le había moldeado hasta obtener ese resultado. ¿Le gustaba? No, probablemente no, pero desde luego que, aquel escudo que había forjado a su alrededor en forma de indiferencia, le hacía sentir seguro.
No le gustaba bajar la guardia, ni salirse del papel o perder la compostura; porque cuando lo hacía… la situación se le escapaba de las manos. Le había sucedido con Kanon, cada vez que el menor había querido… incluso le había pasado con Aioros, aunque inmediatamente se arrepintiera de muchas cosas de las que había dicho. Había estado a punto de suceder con los viejos.
Odiaba lloriquear, odiaba tener que aferrarse a la idea de que ninguno podría comprender en toda su magnitud lo que habían sido aquellos trece años, odiaba verse obligado a defenderse de esa manera… porque sonaba a excusa inútil y vacía, por muy ciertas que fueran sus palabras en realidad. Pero cada vez que había enfrentado uno de esos encuentros, las miradas y palabras rápidamente se tornaban en una acusación para él, lo fueran o no. ¿Y qué sucedía entonces? Que atacaba, porque se sentía acorralado y sin ningún modo de escapar de esa presión y, normalmente, sus ataques en forma de palabras eran mucho más letales y certeros que los mismos golpes.
Una pequeña parte de él anhelaba, o al menos lo había hecho alguna vez, que ellos, Shion y Aioros, se disculparan por su pequeña participación en todo el desastre aunque sonara injusto… pero otra, la más fuerte, no podía soportarlo. Porque nada de eso aligeraría su pesar, ni lograría hacerlo lidiar con su conciencia. Podía haberse sentido decepcionado de todos ellos, podía haberse sentido irremediablemente solo y abandonado… pero por sobre todas las cosas, se sentía decepcionado y asqueado de si mismo. Una disculpa, las miradas cargadas de lástima… no habían surtido el efecto que había esperado, más bien al contrario. Se había enfurecido al descubrir que eso tampoco servía para aligerar el dolor: solamente habían logrado hundirlo un poco más.
Shion había llegado hasta su templo, su mismo salón… cosa que no recordaba hubiera hecho antes en toda su vida, y había aceptado su parte de culpa. Y él había escuchado, sin moverse, igual que cuando era un chiquillo y aceptaba todo lo que el Maestro decía con asombrosa docilidad. No era que el viejo se hubiera mostrado en exceso convincente, pero algo en el tono de su voz lo había calmado, lo había adormecido por un momento; dejándose llevar por la tranquilidad y seguridad que Shion siempre había transmitido. ¿Cuándo había sido la última vez que había estrechado su mano de esa manera? Probablemente más de veinte años atrás cuando un mal sueño no lo dejaba dormir.
Ahora, tanto tiempo después, las pesadillas continuaban ahí… vívidas y reales como ninguna otra cosa y, mucho se temía Saga, que ninguna caricia iba a ahuyentarlas esta vez. Entre otras cosas, porque si se dejaba ver de esa manera tan vulnerable mucho más tiempo, todo lo que quedaba de él se caería en miles de pedazos.
Suspiró y se puso en pie con cierta parsimonia. Si seguía pensando por mucho tiempo más, terminaría por volverse loco del todo. Su estómago se quejó, y entonces recordó que apenas había probado bocado desde el día anterior. Se encaminó a la cocina, con la única esperanza de que las doncellas ya hubieran pasado por allí. Sin embargo, apenas abrió la puerta, la voz de Kanon hizo que se planteara su plan inicial. Se sopló el flequillo, y armándose de valor, continuó su camino. Comenzaba a sentirse preso en su propio templo, y lo odiaba.
—¿Crees que esto sirva? –Saga se asomó a la cocina, cuando su gemelo señalaba una vieja vasija de porcelana sacada de a saber donde. Frente a él, una doncella que a duras penas alcanzaría los veinte, sostenía un ramo de brillantes rosas rojas.
Se apoyó en silencio contra el marco de la puerta, y cruzó los brazos. La chiquilla asintió rápidamente, sin notar su presencia, y los rizos negros que enmarcaban su rostro se agitaron con gracia. Se apresuró a llenar de agua el recipiente, y con cuidado y cierto mimo, depositó allí las flores.
—Mucho mejor así. –murmuró, en apenas un hilo de voz, mientras las colocaba.— Las dejaré en el salón…
—No hace falta.
Nada más oír su voz, ambos dieron un respingo y voltearon en su dirección. Saga ignoró la curiosa mirada de Kanon, y esbozó una breve y diminuta sonrisa. La doncella no dijo palabra alguna, aunque sus labios se entreabrieron con la obvia intención de hacerlo. Saga abandonó la comodidad de su postura, y se acercó hasta la encimera. Mordisqueó uno de los bollitos que reposaban en la bandeja, y volteó hacia sus dos acompañantes.
—¿Dónde…? –musitó la jovencita.
Se acercó lentamente hasta la mesa, y casi sin querer, sus dedos acariciaron suavemente uno de los pétalos escarlata. Cuando sintió su tacto aterciopelado, entrecerró los ojos levemente, a la vez que la penetrante fragancia inundaba sus sentidos. Su memoria podía estar bastante… fragmentada, pero recordaba a la perfección como, ni un solo día a lo largo de aquellos trece años, habían faltado esas mismas rosas en el Templo Papal. Sin darse cuenta apretó los dientes con suavidad. ¿Afrodita se estaba riendo de él, o qué?
—Hagamos una cosa… —vio de soslayo a la doncella, y tragó saliva.— ¿Cómo te llamas?
—Alessandra…
—Mejor quédatelas tú. –La joven abrió sus ojos color miel con sorpresa.
—¿Yo?
—Tú. Como un regalo de agradecimiento por haber dejado el Templo habitable. A mi me dan alergia, y tengo la impresión de que a ti te encantan…
Sintió la mirada, entre divertida y curiosa, de Kanon sobre él, y agradeció que, por una vez, guardara silencio. Mantuvo su atención en Alessandra, reparando en el intenso rubor que había coloreado sus mejillas, y casi sonrió. Aquella timidez incontrolable le resultaba de lo más tierna y pura: escaseaban las personas así en su entorno.
—Yo… gracias. –Murmuró casi a trompicones. Evitó por todos los medios mirarlo a los ojos, pero cuando finalmente lo hizo, su sonrojo aumentó.— Muchas gracias.
—No es nada.
Alessandra sonrió fugazmente, tomó el jarrón entre sus manos, y después de musitar un casi inaudible adiós, abandonó la cocina. Ambos hermanos la siguieron con la mirada, y cuando el último pliegue del vaporoso peplo se perdió de vista, Kanon volvió toda su atención hacia él.
—¡Qué galante!
—Cierra el pico.
—Claro que, aunque la has hecho inmensamente feliz bajo todo ese rubor que coloreaba su cara, debo admitir que ha sido un modo brillante de deshacerte de las rosas.
—No tengo la menor idea de que te hace pensar eso, Kanon. –Abandonó la cocina tan rápido como pudo, sin intención alguna de dejar que Kanon comenzara a elucubrar acerca de aquel asunto, por muy acertado que estuviera. Claro que, estaba seguro, fallaría en su empeño una vez más.
—¿Por qué te molestan tanto? Es un detalle…
—Un detalle venenoso, pero si… un detalle. –masculló perdiéndose por el pasillo. Podía confiar en la buena voluntad de muchas personas, al menos un poquito, pero desde luego, había un par de santos que le hacían pensarse eso dos veces.
—Es su manera de acercarse.
—No quiero que se acerque. –Alcanzó las escaleras, sin volverse hacia él.
—Deberías darle una oportunidad. Si nos la han dado a nosotros, a ti y a mi… ¿Por qué no a él?
—¿Puedes dejarme en paz, Kanon? Ahórrate los sabios consejos, no sabes de qué demonios estas hablando. Afrodita no tiene una maldita excusa, ni buena ni mala. –Y todos ellos empezaban a agobiarlo.
El menor guardó silencio y frunció el ceño. De alguna manera, desde el primer momento, Kanon se había sentido ciertamente cercano a Máscara Mortal y Afrodita. No había mediado palabra con ellos, ni les había visto más que fugazmente… pero había algo en la base de sus historias que les convertía en iguales. Se sentía identificado: todos ellos traidores a conciencia. Traidores que buscaban perdón de un modo u otro. ¿Por qué no darles una oportunidad? Se sopló el flequillo y siguió a Saga a toda prisa, con la única intención de hacerlo comprender, aunque fuera a la fuerza. Comenzaba a pensar que había sido afortunado al haber sido Milo quien lo sometiera a su perdón.
—X—
Cuando vieron salir a la doncella de los privados de Géminis, con las rosas en las manos y una sonrisa plasmada en el rostro, ambos se quedaron quietos donde estaban. Inmediatamente, los ojos azules de Máscara Mortal buscaron el rostro de Afrodita. Habían discutido ese asunto infinidad de veces aquellos días, y era exactamente aquello lo que Ángelo había estado tratando de decirle.
—Míralo por el lado bueno: tus flores hicieron feliz a una chiquilla. –Cada músculo en aquella cara de porcelana, se había tensado. Incluso sus labios, permanecían quietos en una tirante y delicada sonrisa.
—Probablemente no sean tanto las rosas… –dijo siguiendo con la vista los pasos que alejaban más y más a la doncella.— … como quién se las regaló.
—Es probable. –Le resultó inevitable dibujar una sonrisa burlona en el rostro.— Aunque es mejor eso, a que las tirase por la ventana o algo así.
La mirada celeste de Afrodita lo fulminó.
—Te dije que esto pasaría. Ahora las cosas son diferentes, no sabemos que esperar de él. Y desde luego, no es tan sencillo como…
No siguió. El sonido de los pasos apresurados por la escalera de los privados, puso todos sus sentidos alerta… y aunque podía jurar que la voz que escuchaba pertenecía a Kanon, era obvio que no iba hablando solo, a pesar del monólogo que parecía mantener. Esperó, aunque una parte de si deseaba marcharse cuanto antes y postergar aquel encuentro que estaba seguro no iba a ir bien. ¿Qué había sido de su firme propósito de no verse involucrado en sus líos? Afrodita, a su lado, aguardó tan inmóvil como él.
Y entonces, tal y como habían temido, la imponente silueta de Saga apareció frente a ellos, quedándose tan quieto al verlos, como una estatua. Kanon lo siguió.
—Oh. –murmuró viendo de su gemelo petrificado, a los otros dos.
—Hola. –el saludo sonó tan apresurado, que Máscara Mortal se maldijo, sintiendo que había sonado como si hubiera estado conteniendo el aliento.
Saga apenas inclinó suavemente el rostro, a modo de educada respuesta, y antes de que nadie esperase por una sola palabra más, el mayor se dio la vuelta y continuó su camino hasta el salón de batallas. Pero, de pronto, Afrodita avanzó rápidamente un par de pasos.
—Solo me pareció que era un buen gesto… –dijo sin dejar de ver la espalda del geminiano. Saga se detuvo inmediatamente, respiró hondo, tratando de aflojar los músculos que se empeñaban en apretar sus puños, y finalmente, se dio la vuelta.
—Te equivocaste. –replicó.
—Sé que no es… —Afrodita trató de hablar, pero la tensión que se había generado con apenas un par de palabras, había puesto todos los sentidos de Kanon en alerta. No le había pasado desapercibido el modo en que el sueco había impreso velocidad a sus palabras, esperando sin duda una interrupción.
Saga alzó una mano, y con un gesto repleto de autoridad, lo silencio.
—No vuelvas a traer esas flores a mi templo. –Afrodita no contestó. Mantuvo su mirada fija en los ojos esmeralda del mayor, pero transmitían tanta fiereza, que no tardó en bajarla al suelo.— No sé que estas intentando, pero cada día de los últimos trece años, las llevaste al Templo Papal. ¿Lo recuerdas?
Oh, claro que lo recordaba. Pero no había pensado que Saga lo fuera a tomar de aquella manera. Era posible que le molestara la intromisión, que lo tomara como un torpe intento de ganárselo, pero no se había planteado aquella posibilidad.
—No te confundas. No os confundáis. –Sus ojos taladraron a ambos.— Hay que ser muy cínico, o muy estúpido, para pensar que unas flores arreglarían trece años de traición.
Y es que aquel podía ser, en efecto, un detalle sin mayor importancia. El primer paso para enmendar el camino… pero no podía ser más desafortunado. Aquel par se había aprovechado de su situación tanto como habían querido. Habían mantenido contento a Ares, a sabiendas de que él estaba ahí, ahogándose cada día y suplicando por ayuda. Se suponía que eran sus hermanos de armas… sus hermanos pequeños. Pero sus rostros, altaneros como ningún otro, se habían burlado de todo aquello. Habían manejado los hilos y jugado sus cartas con soberbia maestría sin importarles nada más. Habían condenado a toda la Orden. De todos, las heridas que Máscara Mortal y Afrodita habían infligido, eran las más dolorosas, las más profundas.
Las malditas rosas solamente habían traído todas aquellas sensaciones de golpe a su memoria, como una bofetada de empalagoso perfume. Y la sensación era tan fuerte, que dolía.
—Yo no soy Ares. –Y lo dijo de un modo más que convincente, aunque realmente no fuera más que un intento vano por convencerse a si mismo.
Continuará...
NdA:
Afro: ¡Mis flores! T_T
Masky: Deberías decir… “El culito de Saga” 😀
Saga: Empezamos mal con las notas… ¬¬’
Kanon: Tú no empiezas tan mal… cof, cof…
Alessandra: :$ :$ :$
Aioros: ¿Apostamos cuándo pierde la timidez?
Kanon: ¡Hecho!
Saga: ¬¬’
Kanon: ¡La doncellita tímida comprada por un ramo de rosas! ¡Y el arquero por una barrita de chocolate! ¡Pero que montón de golfos hay aquí!
Afro: ¡Mis flores! T_T
Sunrise: Cof… ¿Podemos dejar de hablar de lo bien que se lo pasará el culito de Saga y concentrarnos en el fic? ¬¬’
Saga: ¡Eso sonó muy sucio! O_O
Kanon: ES sucio… 😀
Damis: Bueno, bueno… ¡calma! Hasta aquí el cap de hoy. ¡Nos vemos pronto! Y gracias por el MONTÓN de reviews! ¡Encontrareis los replies a los anónimos en el profile!
Afro: ¡Mis flores! T_T
Todos: ¬¬’
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